martes, 18 de septiembre de 2012

Petits Fours: La turista alemana

Rilke por fin puede gozar de unos momentos de relax en la playa. Soñaba con venir al Mediterráneo turco desde hacía tiempo. Antes de casarse era una auténtica trotamundos, había recorrido parte de Europa con la mochila a la espalda y echaba de menos su pasión de juventud, la escalada. Le encantaba sentir cómo la adrenalina mantenía sus sentidos alerta y sus músculos tensos al máximo cuando se enfrentaba a una pared casi vertical y tenía que buscar un resquicio en el que apoyarse con la punta del pie o donde aferrarse con la mano. Sin embargo, su trabajo de funcionaria era todo lo contrario, monótono y aburrido, y había tenido que dejar los viajes y la escalada a raíz de sus embarazos y las largas ausencias de su marido, que la obligaban a dedicar todo su tiempo a sus hijos casi en solitario. Su vida social se limita a alguna que otra barbacoa en los parques de Bremen con otros amigos, siempre rodeados de niños de los que no puede descansar ni un minuto. Tiene tres chicos. No es que quisieran realmente tres, es que el tercero fue un intento infructuoso de "a ver si esta vez sale niña". Por suerte, ha podido disfrutar de ellos a tiempo completo casi todo este tiempo, y solo recientemente se ha reincorporado a su trabajo en la administración local. Pensaba que sería un alivio de su trabajo de madre a jornada completa pero lo único que ha conseguido es cargarse aún con más obligaciones. La vida no le da para tanto. Su marido es un encanto cuando está. Pero es que casi nunca está. Debido a su trabajo, se pasa la semana viajando y no puede contar con él. A Rilke le encantaba viajar y no pensaba que tener hijos fuera a ser un impedimento, pero en la práctica sí lo es. Por problemas de agenda de su marido y del colegio de los niños han estado aparcando durante años la posibilidad de hacer esa escapada a Turquía, que por una razón u otra no hacían más que postergar de un año al siguiente.

El verano anterior, dos de sus mejores amigas, recién separadas ambas y sin niños, decidieron venir juntas a pasar diez días y disfrutar de la pasión turca en forma de varios de esos guapos y ardientes hombres mediterráneos, de piel bronceada y ojos profundos, mirada acaramelada y palabras susurradas en un exótico idioma que no necesitan entender. Intentaban convencer a la escéptica Rilke de que sus desaforadas aventuras sexuales eran ciertas, cuando a todas luces no eran más que exageraciones, contándole sus aventuras nocturnas en locales secretos de Estambul, sus escapadas orgiásticas con la tripulación de una goleta para turistas por el mar de Bodrum o sus zambullidas desnudas en el lago de Koycegiz, que a ella le divierten pero que no termina de creerse. Sin embargo, no deja de soñar con los baños de Cleopatra o la pequeña isla de San Nicolás; con la exquisita y sanísima comida turca (le chiflan las "sea beans", sea eso lo que quiera que sea,  la langosta recién comprada en el mercado de Fethiyé y el pepino con salsa de yogur); con sentarse a disfrutar de un vaso de té turco en una terraza del zoco con pulverizadores para hacer más llevaderos los más de 30 grados de asfixiante humedad, y con las noches durmiendo en la cubierta de un barco en el que dispondrían de cuatro tripulantes para satisfacer todas sus necesidades. Mmmmmm, todas sus necesidades... Pero la realidad era bien distinta de lo que ella se había imaginado a través de sus historias. El viajar con otras dos familias, entre las que había 7 niños pequeños, limita mucho las posibilidades de disfrute que había fabricado en su mente necesitada de placeres casi olvidados.

Llevaban tres días recorriendo la costa de Anatolia y los adultos, más que los niños, estaban algo cansados de tanto barco y necesitaban un día de playa, pero ya estaba todo previsto. Uno de los días fondearían en la proximidad de un resort con el que la compañía que les había alquilado la goleta tenía un concierto, de modo que podrían sumarse a las actividades que desarrollaran ese día, como recorrer la desembocadura del río Dalyan, darse unos baños de barro o visitar las ruinas de Kaunos, eso sí, bajo un sol de justicia. Después podrían descansar en la playa de las tortugas, en la que los niños podrían explayarse a sus anchas, acompañados de monitores de animación para entretener a los más pequeños sobre todo. Lo cierto es que al ser los últimos en llegar a la playa esa tarde, había casi más monitores que turistas y la mayoría de estos prefería quedarse descansando en la playa, reposando después del ajetreado día. Desde la tumbona junto al chiringuito, al otro lado de la zona protegida para el desove de las tortugas, Rilke contemplaba cómo sus hijos jugaban a saltar las olas bajo la atenta mirada de su padre.

Había decidido que necesitaba alejarse del bullicio infantil y prefería disponer de esos merecidos minutos de tranquilidad para disfrutar del sol y de la brisa marina. La dulce sensación de relajación que la invadía le hacía tomar más conciencia del efecto del sol sobre su cuerpo y sentía como pequeñas gotas de sudor discurrían entre sus senos. Recordó las historias que le habían contado sus amigas sobre los hombres turcos, sensuales y apasionados. Dejó vagar su mirada entre las pocas personas que había en el chiringuito y reconoció a uno de los tripulantes, que al estar en bañador le había pasado inadvertido, hablando con un camarero. Con el ajetreo de los niños y el cansancio del viaje, las dos primeras noches se había retirado a descansar relativamente pronto porque era incapaz de mantener los ojos abiertos, así que no había disfrutado como el resto de adultos de las veladas nocturnas en cubierta, que es cuando ese tripulante en particular hacía las veces de camarero y se ponía a su disposición. El resto del tiempo departían sobre todo con el capitán, por eso no había reparado demasiado en él hasta ahora. Le observó con disimulo. Se le antojaba tremendamente apuesto y su belleza morena la cautivaba. Sin duda, era una prueba viviente del atractivo mediterráneo del que tanto hablaban sus amigas, pero no se había dado cuenta de lo espectacular que era hasta que lo vio casi desnudo, o poco vestido, con tan solo el traje de baño, luciendo un impresionante torso que en nada tenía que envidiar al de cualquier modelo de los que salen en los anuncios de perfumes; además tenía un cuerpo atlético, unos muslos suavemente musculados y unos brazos fuertes y acogedores. Sintió como su piel caliente y sudorosa se estremecía mientras su imaginación le sugería excitantes escenas en las que esos brazos torneados rodeaban su cintura y esos labios sensuales besaban los suyos. Aturdida, decidió desechar esas imágenes perturbadoras de su mente, así que cerró los ojos y dejó que el calor del sol la arropara.


"More ayrán?" Sobresaltada, descubrió que el dios apolíneo estaba ligeramente inclinado hacia ella para ofrecerle otro vaso de ayrán con una sonrisa que desmontaría a cualquiera. Ella le devolvió la sonrisa y extendió la mano. "Yes, thanks, I´m thirsty!" Le hizo un gesto con la mano para que se sentara a su lado y él hizo un amago de negación, pero tras una rápida mirada a su alrededor por fin se sentó y comenzó a hacerle preguntas banales sobre si le gustaba la playa o comentarios superfluos sobre el calor que hacía. Al cabo de un rato reían y charlaban animadamente en inglés. En un momento dado, se quedaron los dos en silencio, mirándose a los ojos, y luego a los labios, y de nuevo a los ojos, o al turgente pecho de ella, o al torso de él, y ella comenzó a sentir cómo algo en su interior comenzaba a palpitar aceleradamente y sintió que el olor a madera de cedro y salitre de él la embriagaba. Él le dirigió una sonrisa traviesa y pícara mientras le proponía ir al mar a participar en un juego con una pelota en el que estaban entretenidos únicamente los animadores, sin que nadie les prestara especial atención. Ella negó con la cabeza, no le apetecía. Pero él insistió y le insinuó que si iba con él se lo pasaría bien. Sin saber muy bien qué quería decir con eso, o precisamente porque lo intuía, Rilke se levantó y le siguió como un autómata. Aturdida de excitación y sintiéndose más viva que nunca en los últimos años, entró tras él en el agua mientras miraba cómo su marido y sus amigos jugaban con los niños a varias decenas de metros, en la orilla. Se adentraron en el agua hacia el grupo que estaba jugando con la pelota y él la cogió de la mano bajo el agua para arrastrarla hacia dentro. No se podía ver nada de eso desde la distancia. Las olas batían contra sus cuerpos a medida que avanzaban y perlaban su piel haciéndola resplandecer. El contacto de su mano bajo el agua le erizó la piel. Mientras se adentraban en el mar, él dirigió unas palabras al grupo de monitores, los cuales comenzaron a reírse y a alborotarse mientras seguían jugando y saltando y prácticamente terminaron por rodearlos. Entonces fue cuando él se acercó por detrás de ella y hablándole dulcemente comenzó a acariciar su cintura y sus muslos, mientras la giraba para que dirigiera su mirada hacia la playa y no hacia él. Le dijo que buscara a su marido con la vista y él mientras siguió acariciándola y metió su mano bajo la braguita del biquini. Ella se quedó inmóvil y le dejó hacer. Mientras, el marido se percató de que ella ya no estaba en la tumbona y comenzó a girar la cabeza hacia todas partes buscándola. Justo cuando dirigía su mirada hacia donde estaban ellos, él le dijo que saludara con la mano. Fue en ese momento, mientras saludaba al marido, cuando la tomó desde detrás y ella sintió que la adrenalina le subía a tope. El marido le devolvió el saludo y todos a su alrededor comenzaron a reír a carcajadas y a saludarle, creando una auténtica cortina de manos, olas y cuerpos que impedían al marido ver cómo su esposa disfrutaba, por fin, de su primer subidón de adrenalina en ocho años.

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